Una semana después de la rebelión popular que desalojó del gobierno al ex presidente burkinés, truncando sus ambiciones de perpetuarse en el poder, las protestas han cedido en Burkina Faso. No obstante, la restauración de la democracia avanza en una negociación no exenta de obstáculos, en la cual no se visualiza una ruptura total con el antiguo régimen. El desenlace no está nada claro, secuela de las fricciones por la intervención del ejército ante la eventual elección presidencial prevista para noviembre del próximo año.
Tanto la Unión Africana, como las potencias tutelares de la región -Francia y los Estados Unidos- exhortaron a la junta militar encabezada por Isaac Zida a entregar de forma rápida el control político a los civiles, pero no por una convicción democrática, ni por respeto a la voluntad de los bukineses, si no por temor a la radicalización de la protesta popular y a la probable expansión de los reclamos pro democracia a otros países de la región.
No es extraño en regímenes como el de Compaoré, virar de un ciclo dictatorial a la simulación de las democracias occidentales, obteniendo la legitimación de la antigua metrópoli y del gobierno estadounidense.
Los brotes de insubordinación acentuados desde 2011, agravaron la gobernabilidad del país. Sin embargo, para la Unión Europea este país africano se había convertido en un modelo estable en África, por cumplir con los paquetes de reestructuración económica impuestos, entregando al capital transnacional los principales depósitos de oro y manganeso.

Burkina Faso se convirtió en una pieza clave en el dominio francés sobre el Sahel, interviniendo en forma directa en los conflictos de Malí, Níger o Sudán. Blaise Compaoré, el protegido de Francia, aprovechó la desestabilización regional en África Occidental, para convertirse en el hombre de confianza de las potencias neo-colonialistas. Un breve vistazo a la participación en las crisis del Chad, República de Guinea o Costa de Marfil, revela la estrecha colaboración y la hoja de ruta seguida por la élite burkinés en base a intereses geo-económicos. El papel no se reduce a la disposición diplomática o el envío de tropas, se suma a la plataforma franco-estadounidense desplegada recientemente junto a otros gobiernos escuderos, facilitando la mampara de la operación Barkhane; una excusa presentada como lucha contra el terrorismo islamita que encubre la creciente militarización en África.
La rebelión popular que tomó la Plaza de la Nación en Uagadugú hace una semana, no puede definirse como una revolución que buscaba el cambio del régimen político. Por sus limitaciones programáticas y estratégicas, por las fuertes pugnas dentro de la oposición política y por la falta de un autentico liderazgo, la revuelta popular solo tenían un carácter reformista, con limitadas reivindicaciones inmediatistas (la destitución del presidente).
La etiqueta de “primavera africana” o “primavera negra” que lamentablemente se le quiso asignar a la revuelta popular en Burkina Faso, es desatinada al obviar las características de una nación abrumada por la pobreza extrema, la sequía y la injerencia imperial; el colapso de Compaoré no significa el fin de las desigualdades ni el renacimiento de la revolución al estilo de Sankara en agosto de 1983. Las potencias occidentales se han encargado con su incitación, en establecer condiciones hacia la restauración y la contención al movimiento popular; en una línea donde se degrada el derecho a la autodeterminación de los pueblos. Los intereses de las grandes potencias en esta región de África son tan importantes y estratégicos, que no se van a desprender tan fácilmente de este territorio. Lo que vamos a ver en Burkina Faso en los próximos meses, es la consolidación del mismo régimen político pero con un rostro más afable.