En recuerdo de un amigo muerto a palos. Por Manuel AZNAR

En recuerdo de un amigo muerto a palos. Por Manuel AZNAR

En recuerdo de un amigo muerto a palos. Por Manuel AZNAR

¡Saturnino ¡bongo! tambores de piel de chivo debieran haber redoblado el día de su muerte; pero no fue así… Sólo silencio, siniestro silencio. ¿A dónde ha ido a parar su cuerpo? ¿En qué trozo de, tierra de la Guinea hirviente y húmeda se irá pudriendo, y se pudrirán también, sus sueños?

 

Todo lo tuvieron. Todo se les ofreció como un don de amor. Como un presente sobre hojas de palma verde y plata. ¿Y ahora? ¿Quién devolverá la vida a tantas cosas como yacen muertas en los caminos de la selva de Guinea Ecuatorial?

 

Saturnino ¡bongo era un ¡oven intelectual. Negro retinto. Negro de la nueva negritud que canta Leopoldo Senghor, presidente de los senegaleses. Había nacido en tierra firme de su Guinea. Primero fue escolar con maestros españoles, que le enseñaron a leer y a escribir. Y las cuatro reglas. Y Geografía de África, de España, del mundo entero; con unas páginas de Historia. Después, la Escuela de Periodismo de la Universidad de Navarra, y un puesto de redactor en la Agencia EFE. Carlos Sentís, director, le acogió en nómina.

Carlos Mendo, sucesor de Sentís en la Dirección, le mantuvo hasta que, un día, el negro risueño anunció que había logrado una beca de estudios para la Universidad de los Padres Jesuítas de Fordham, en los Estados Unidos. Cursó allí disciplinas de la diplomacia, y amplió su preparación en Washington. Trabajaba por la independencia de su tierra natal.

 

Y soñaba con ser un día ministro de Asuntos Exteriores en Santa Isabel de Fernando Poo. Antes pasaría por la Delegación de su Gobierno,»libre e independiente», ante las Naciones Unidas. Solía venir a la Delegación de España y nos requería con palabras muy suaves y corteses; pero a veces tocadas de impaciencia. Como si quisiera decirnos: «Yo no deseo consumir los mejores años de mi vida en una espera larga y triste.

 

«He de ser embajador, y ministro. Cuanto antes, mejor». Le dábamos algún consejo, y le recordábamos las normas del buen sentido, para que no se dejara llevar de la pasión, ni del malhumor. Puede decirse que, cerca de las Naciones Unidas, Saturnino Ibongo y Anastasio Ndongo fueron los agentes más activos en favor de la independencia de Guinea Ecuatorial.

 

Ambos iniciaron sus campañas con cierta acidez; pero acabaron comprendiendo que sólo sobre la amistad de España, sobre el sincero y bien servido amor español, se podría fundar un porvenir de bienestar y de paz para i as poblaciones de Fernando Poo y de Rio Muni. Cualquier otro camino llevaría a la confusión, a la amargura, al fracaso, a la ruina de todas las esperanzas.

 

¡Saturnino ¡bongo! ¿Quiénes han desencadenado en el pueblo de Guinea Ecuatorial vientos de maldición? Todo era decir/es: «A vuestra Guinea se le depara una admirable ocasión de bienandanza. Pero, ¡cuidado! Cada país vive acechado de unos demonios que tratan de enloquecerle; y sobre las nuevas naciones africanas se han desencadenado furias devastadoras. Guárdense de ellas. España les acompañará en la vigilancia. No crean en promesas fantásticas, ni en embelecos. La independencia es un ejercicio difícil; la libertad, un compromiso personal y social con un código de virtudes. Se les acercarán falsos profetas; no tomen en cuenta sus augurios. Les rondarán aventureros de diversa laya, con declaraciones cautivadoras; no escuchen sus halagos, porque serán mera falsedad y burla. Les cortejarán intrigantes de la picaresca internacional; líbrense de ellos, como de la peste. La creación de un nuevo Estado es una larga tarea, mitad entusiasmo enérgico, mitad sacrificios de humildad. No valen fantasmagorías.

 

Ni locuras elementales. Poned freno a las ambiciones de botín. Y a la petulancia. La petulancia es la soberbia de los débiles insensatos. Hagan cada mañana, cuando canten los gallos, profesión de servicio a las realidades que van a rodearles. Salven la relación con España, porque ningún otro país, ¿lo entienden bien?, ninguno, grande, mediano o chico, les tenderá la mano, y en la mano el corazón, con la pureza, el desinterés y el sentido familiar que España les brinda. ¡Miren que lo español es un tesoro para la Guinea Ecuatorial! Lo de menos son, aun dentro del respeto que merecen, unos cuantos negocios madereros y unas matas de café. España es muchísimo más que eso. Abran los ojos.

 

Véanlo. Abran los oídos. Escúchenlo. Que el mundo entero no tenga que decir un día: «.¡Por qué tanto clamor y tanto alboroto para que se les reconociera la independencia?». Cuiden de que el cielo de Río Muni y de Fernando Poo no asista a una convocatoria de aves rapaces, atraídas por los despojos humanos que la gangrena ya destruyendo bajo soles de fuego. El crimen, como arma política, acaba volviéndose contra el criminal».

 

Saturnino Ibongo escuchaba muy atento. Al principio se le advertía en la mirada algún recelo. «¿Qué querrán de mi estos españoles?»Después entendió que aquellos españoles de Nueva York no querían absolutamente nada que no fuera conforme a justicia, derecho, lealtad recíproca, honestidad y prudencia eficaz. ¿Quién, desde dentro o desde fuera, hizo de aprendiz de brujo y abrió las compuertas a una Inundación de pasiones arrasadoras? La verdad es que Guinea Ecuatorial llegaba a la Independencia en condiciones casi ideales. La exigüidad de la población y los modestos recursos económicos del territorio no habían permitido el nacimiento de grandes empresas de coacción económica.

 

No existían, por tanto, organizaciones financieras y mercantiles con aires y poderío de pulpos explotadores. Sería necio comparar a nuestros madereros o a nuestros cafetaleros con las pujantes empresas internacionales de colonización africana que cotizan sus acciones en las Bolsas de Nueva York, Londres, Zurich o París. Lo mismo la isla principal que los bosques «fang» del Continente daban apenas para costear a los 250.000 habitantes una parte del presupuesto mínimo; todo lo demás era regalo de España. Así, la enseñanza, la sanidad, las carreteras y las veredas, los funcionarios públicos, los puertos, las urbanizaciones, los medios de comunicación, ¡a ley escrita, el orden…, todo. Lujos, no; ni ringorrangos, porque no había para qué, ni de qué. Probablemente habíamos pecado de negligentes, en otro tiempo; cuando sufrían del mismo mal nuestras propias provincias peninsulares; Soria, Avila, Albacete, Logroño, Orense… Todas las provincias de España.

 

Pero desde hace treinta años, el esfuerzo de España en Guinea era más sostenido, el cuidado de aquella tierra más activo, el recuerdo de sus necesidades más constante, la obra allí cumplida más bella; y así se había alcanzado un nivel de renta que podía ser ejemplo y hasta envidia de muchas comunidades nacionales de África. A cambio de ello, ninguna contrapartida seria e interesante; unos metros cúbicos de madera que podíamos adquirir en otra parte, y a mejor precio; unos cargamentos de café regularcillo, cuyo cultivo sosteníamos en condiciones muy especiales. Nada más que mereciese mención.

 

¿Rango político? No. ¿Posición señalada en el concierto de los pueblos? Tampoco. ¿Tono imperial? Ni soñarlo. ¿Ventajas de orden militar? Había que hilar muy fino para dar con ellas. ¿Plataforma giratoria para proyectar nuestro influjo hacia otros mercados? Ni por asomo… Los, optimistas sospechaban que un día encontraríamos petróleo en el Golfo de Biafra; pero, por el momento, en el Golfo de Biafra no manaba sino espanto, tragedia, horror. De modo que España se ofrecía a la Guinea Ecuatorial alentada únicamente de los estímulos de un sentimiento familiar; y sólo pedía correspondencia a esos sentimientos, hermandad sencilla, convivencia en la unidad de un destino. Cien veces previno España allá donde debíamos prevenir: «No susciten prisas inútiles; que estos asuntos no son para tratados ni resueltos precipitadamente. Las urgencias de hoy pueden convertirse en las desventuras y los desastres del mañana». Ignoro si alguien estaba interesado en provocar apresuramientos desencadenados, confusiones y desazón.

 

Se diría que sí. ¿Para acabar con el querido Saturnino Ibongo muerto a palos? Mal que bien, siempre habrá en Guinea unos sembrados de yuca y de batata, unos conucos bananeros, unas pinas silvestres, una taza de café por la mañana y otra a media tarde. Siempre florecerán algunos limoneros, y se cubrirán de flor unos cuantos naranjos. ¿Qué más? He ahí el secreto del porvenir.

 

De la mano de España era lícita una discreta ilusión. Pero si la compañía de los españoles no es deseada, porque la demagogia de un joven terror así lo ha dispuesto, ¿qué será de tanto anhelar, qué de tan ardientes sueños como poblaban, la vida de Ibongo, de Balboa, de Ndongo, de Bosiq, de Ondó, y de otros que no sé si todavía viven o si se corrompen al sol, igual que mi joven amigo de Madrid y de Nueva York?

 

Un día nos darán descifrado lo que ahora parece un misterio. Por algún hilo llegaremos al gran ovillo. Lo que ha sucedido en Guinea Ecuatorial no es concebible sino en función a unos calculados beneficiarios. ¿Quiénes? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿De dónde? Presiento juegos y artificios llenos de mentira y cargados de interesadas malicias. En el orden internacional siempre es posible encontrar criaturas instrumentales para las empresas más disparatadas; y hasta para la crueldad. Entretanto, rezaremos por el alma de Saturnino ¡bongo, que creía en Dios, y había empezado a creer en España. Pedimos al Cielo que ilumine los caminos por donde el presidente Macías ha echado a andar al frente de sus milicias juveniles. Haremos votos por una Guinea Ecuatorial sin guerra civil, sin agravios a España, sin furores de selva ni violencias de tribu, fiel al rumbo único de la paz interior y exterior y a las normas del buen convivir. Aquella Guinea, en fin, de que solíamos hablar al pobre Ibongo, para que jamás aconteciera que un día, o una noche, le rompieran los huesos a palos y le dejaran pudrirse entre ladridos de canes furiosos y vuelos de aves siniestras. ¿Queda aún en pie algún puñadillo de esperanzas? ¡Quiéralo Dios!

 

Manuel AZNAR

 

DOMINGO, 23 MARZO M 1969

 

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