Nada por decir, todo por hacer…

Nada por decir, todo por hacer…

Por: Sir Lucky Dube

CIUDADANO Y COMUNICADOR

“Derrota es pensar que no queda nada por decir”. –Noelia Pena.

La verdad es que no sabría decir cómo ni por qué, pero en los últimos dos o tres años me he convertido en una especie de espectador de las fiestas navideñas. He dejado de disfrutarlas o de fingir que las disfrutaba, aunque el concepto de disfrutar aquí es bastante subjetivo tirando a difuso. El caso es que en mi nuevo rol de observer de rostros, rituales y comportamientos no puedo evitar –quizá, rozando la paranoia– encontrar sendos paralelismos entre navidades y dictaduras. Por puro convencionalismo todo el mundo, en navidades, debe ser o parecer buena gente y apreciar el valor de la compañía. En las dictaduras, pongamos por caso la nuestra, todo el mundo es y parece ser del PDGE porque eso representa la normalidad; de un modo perverso, ser y parecer un buen hermano militante te hace sentir acompañado; que formas parte de algo. De algo malo, pero algo al fin… En navidades también existe la «obligación» de sentir felicidad o de fingir sentirla; como en nuestra dictadura, donde todos, incluso los más necesitados, pregonan la paz reinante y presumen de campo de golf en Sipopo. Y quienes no muestran demasiado entusiasmo en navidades, a menudo, suelen ser tomados por seres antisociales, solitarios o aguafiestas, casi rozando el estigma. Como se trataría a un opositor en una dictadura, pongamos por caso la nuestra.

Hace unas horas, a la vez que veía morir el 2015 desde la cornisa, Bourbon en mano, pensaba en Guinea preguntándome si quedaba algo por decir. Algo que no se haya dicho ya de todas las formas posibles. Pensé en Macuto, Rombe, La Voz de los Sin Voz, J&Q y en G.net. Pensé en Fernando Edjang (el simple ciudadano de a pie), en Pedro Nolasco, en El Observador, en Weja Chicampo, en Donato Ndongo, en Justo Bolekia, en José L. Nvumba, en AVIDGE, en el profesor Okenve, en Samuel Mba Mombe (El Doc.), en Juan T. Ávila y en todos a cuantos he leído y oído hablar de Guinea Ecuatorial en clave social, política, económica o cultural. Pensé en todos ellos y esbocé –recuerdo– una leve sonrisa. Una sonrisa que tenía mucho de respeto y gratitud, pero que también incluía mucho de rabia, desesperanza y, tal vez, algo de resignación.

El veredicto era palmario. En el fondo, todos los que hablan y escriben sobre el drama de nuestro país dicen lo mismo. Cambia el enfoque, las claves, el estilo narrativo o el campo semántico, pero, en lo sustancial, el mensaje es el mismo. Lo que me hizo pensar que, efectivamente, queda poco o nada por decir. Y eso, a su vez, me llevó, si cabe, a una conclusión más evidente todavía. Y es que ya no quedan lectores, ni votantes, ni ciudadanos inocentes. Ahora quien no lee, quien no mira, quien no escucha, quien no observa o quien no se entera es porque así lo ha decidido. Después de tantos errores, fracasos e intentos fallidos; después de tantos muertos, torturados o exiliados; después de tantos hijos sin padre, de tantas viudas y madres deshijadas; después de tanta barbarie y de tanta tragedia; después de tantos años y de tantas lecciones no aprendidas, el paso del tiempo nos ha ido convirtiendo en cada vez más cómplices ergo culpables y cada vez menos  en víctimas.

Prácticamente hasta el hartazgo se ha hablado y escrito sobre nuestra economía nada diversificada, totalmente dependiente y abocada al colapso. Rayando la saciedad se ha hablado y escrito sobre una administración pública ineficaz e ineficiente a partes iguales, sobre nuestros subdesarrollados sistemas educativo y sanitario. Se ha hablado y escrito sobre lo mal que funcionan judicatura, ejército y legisladores. Más de lo mismo sobre derechos humanos y sobre cultura o sociedad. Incluso sobre familia. Existen testimonios vividos y contados. Todos, de un modo u otro, hemos visto o sufrido los rigores de la dictadura. De modo que esto ya no va de convencer a nadie. Ni siquiera va de concienciar. El joven o el adulto que todavía no sepa o no entienda cómo funciona Guinea, a estas alturas ya no va a enterarse, al menos no por este cauce. A los acomodaticios y corderos resignados que siguen aplaudiendo en los congresos del gran movimiento de masas sólo les queda, no quiera Dios que pase, esperar a que la barbarie les golpee en su propia cara: que maten a algún miembro de su familia, que le expropien alguna propiedad o le violen a la mujer o a la hija. Más o menos por esas situaciones, quienes llevan media vida militando en Antorcha suelen convertirse en sobrevenidos opositores.

Entre tanto, allí estaba yo disfrutando de mi soledad, a dos horas del 2016 y apurando mi Bourbon Hillrock desde la cornisa de la ventana. Seguía dándole vueltas a lo mismo, con un pensamiento recurrente: Tanto escribir y hablar sobre Guinea es como perseguir un tren cuando ya es demasiado tarde. Como si todo fuera inútil, dado que el virus inoculado lleva décadas haciendo metástasis en la sociedad. Un pensamiento que genera la sensación de estar sólo frente a la realidad… Mañana, seguramente, volveré a tener la necesidad de desahogarme. De ajustar cuentas. De decir algo. Volveré a sentir el impulso de escribir y de currarme otra Clave y, en efecto, lo haré. Pero hoy, aquí y ahora, lo que siento es que no queda nada por decir. Y cuando eso ocurre, cuando no queda nada por decir, las palabras –incluidas las de este artículo– empiezan a estar de más, a estorbar y salir sobrando mientras el silencio va ganando terreno.

Dice Noelia Pena que «derrota es pensar que no queda nada por decir». Y así es como me siento esta noche. Derrotado. Quizá sea cosa del Bourbon. A ver qué pasa mañana.

Somewhere in South Africa

Sir Lucky Dube

¡One Love!

I/I/MMXVI

 

P.D.: ¡Feliz 2016!

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